EL SIERVO DE YAHVEH
Al lee al Profetas Isaías, nos encontramos con una serie de poemas que se denominan “los cantos del Siervo de Yahvéh”. En ellos se describe la figura del Mesías: se hace con sentido profético. Así será el Mesías salvador: u siervo de Dios para el pueblo. Siglo0s después, con la venida del Redentor a la tierra, no pocos textos bíblicos, sobre tode del evangelio, aplican a Jesús estos cantos o poemas del Siervo de Yahvéh. Es el caso, por ejemplo, del episodio del Bautismo del Señor. En él, el Evangelista Mateo, hace referencia a lo exclamado desde el cielo por el Padre: “Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias”.
En el relato del Bautismo de Jesús, el evangelista hace referencia a lo profetizado en el canto del Siervo, de Isaías. ¿Qué significa que el Padre pone en Él sus complacencias?
En primer lugar, es una referencia directa a la comunión existente entre ambos: el Padre y el Hijo. El Bautismo de Jesús es la primera gran manifestación suya al inicio de su vida pública. En ese momento, incluso, el Bautista lo reconoce como el Cordero de Dios que quitará el pecado del mundo. Por otra parte, es la carta de presentación del ministerio de Jesús: ha venido al mundo, a los suyos, para cumplir una misión. No viene con ruidos ni fanfarrias, sino como el auténtico Siervo, que hará brillar la justicia sobre las naciones.
La acción de Jesús será clara: todo apuntará a cumplir la voluntad de Dios, es decir la salvación de la humanidad. Por eso, promoverá la justicia, no se doblegará hasta haber establecido el derecho en la tierra hasta que todos escuchen su enseñanza. Lo hará con sencillez y profundidad; por eso, como lo enseña Isaías, “no gritará, no clamará, no hará oír su voz por las calles; no romperá la caña resquebrajada, ni apagará la mecha que aún humea”. Actuará con humildad, sencillez y decisión, para conseguir el objetivo: que los seres humanos puedan acercarse a Dios y recibir su salvación.
El mismo profeta delinea su misión: será alianza nueva para el pueblo, será luz de las naciones, será quien abra los ojos al ciego, libere al cautivo de la prisión y destruya las tinieblas que oprimen a la humanidad. Esa es la misión para la que es ungido y por la cual se alcanzará la plenitud que Dios quiere para la humanidad.
San Pedro, en el discurso con motivo de la conversión y bautismo de Cornelio refiere la actuación de Jesús luego del Bautismo de Juan: “Cómo Dios lo ungió con el poder del Espíritu Santo… cómo pasó haciendo el bien, sanando a los oprimidos por el demonio”. Pedro reconoce y proclama que Jesús es el Siervo de Yahvéh que ha cumplido con la promesa del Padre Dios de salvar a la humanidad. Esta salvación llega a todos sin acepción de personas, “pues envió su palabra a los hijos de Israel, para anunciarles a todos la paz por medio de Jesucristo, Señor de todos”. Ese es el Siervo de Dios en quien también nosotros ponemos nuestra fe y nuestra comunión.
A lo largo de este año, estamos invitados a profundizar en el conocimiento de Jesús. Esto nos llevará a proclamarlo como el Salvador, que desde su condición de siervo, humilde y sencillo, realizó la mayor de las transformaciones de la historia, ya que inauguró su Reino de Luz y de Paz, la Nueva Creación.
+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.
EL CORDERO DE DIOS, EL SIERVO DE DIOS.
El relato del Bautismo de Jesús en el evangelio de Juan nos muestra la profesión de fe del Bautista: “Yo lo vi y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios”. Antes, durante el tiempo de su predicación, Juan Bautista había ido preparando el camino del Señor. Ahora, cuando lo tiene frente a frente lo presenta sin grandes protocoles, pero sí con decisión: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.
Al final del relato del Bautismo, Juan el Bautista lo que hace es reconocer cómo hay que presentar al Salvador: primero que nada viéndolo. Sabemos que en el evangelio de Juan, el término “ver” (y sus derivados significa creer; tener fe en Dios. Quien ve a Jesús, ve al Padre, le dice el mismo Jesús a uno de los suyos. Es decir, quien tiene fe en Él, la tiene en el Padre a quien Él da a conocer. Esa es la primera actitud con la que se debe recibir al Señor: la fe.
Quien ve –tiene fe y acepta al Salvador- es quien puede dar testimonio de que es el Hijo de Dios. El testimonio conlleva tres elementos: uno primero, ya mencionado, la fe; los otros tienen que ver con la actitud propia del testigo: dar a conocer, con todo el ser y con tada la dedicación del corazón; pero a la vez, darlo a conocer con plena comunión con Él. Si no hay comunión con el Señor, es muy difícil, por no decir imposible, dar testimonio de Él. En el fondo dar testimonio se traduce en hacer todo en el nombre del Señor.
En el inicio de la carta a los Corintios, Pablo nos presenta las consecuencias de esa fe y de ese testimonio que hay que dar: la santificación en Cristo Jesús de los creyentes, que forman parte del pueblo santo de Dios. Por eso, el mismo Apóstol agradece a Dios y les anima a seguir en el camino de la paz de Cristo.
Dentro de nuestro trabajo evangelizador, nos corresponde hacer como el Bautista: presentar al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Lo debemos hacer como miembros del pueblo santo de Dios y porque hemos recibido esa misión de parte del mismo Jesús. Presentar al Cordero de Dios es darlo a conocer como Él es: como el salvador y liberador de la humanidad. Porque quita el pecado del mundo, tiene como misión hacer libres a todos los seres humanos. Hoy por hoy, siguen existiendo tinieblas y cadenas que oprimen al ser humano, al creyente… por eso, la imagen del Cordero inmolado, que tiene todo un significado pascual, sale a nuestro encuentro para decirnos qué debemos dar a conocer: la liberación-salvación que viene de Jesús.
Para realizar todo esto el mismo Juan nos da la clave: ver al Señor. Es decir tener una profunda fe en Él, para entrar así en comunión con Él, y desde esa comunión dar testimonio de su acción liberadora. Así actuaremos en el nombre del Señor. La tarea no es difícil. Requiere la perseverancia propia de los cristianos y que es una de las características que subraya el libro de los Hechos de los Apóstoles como cualidad permanente de la Iglesia y de los creyentes
+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.
DON LUCIO LEON
El 6 de enero del pasado año 2010, confortado con los sacramentos, partió a la casa del Padre un laico, humilde y sencillo, pero con una profunda fe: Don Lucio: Esposo y padre ejemplar, nunca dudó de dar el testimonio de amor eucarístico. Ese y el sacerdocio, fueron sus centros de atención. Junto al amor de su esposa y de sus hijos, fueron los grandes amores de Don Lucio. A un año de su partida, estas palabras quieren ser más que un recuerdo, el reconocimiento de quien en su vida terrena nos habló con el ejemplo y el testimonio.
De carácter recio y decidido, no rehuyó nunca al compromiso. Educó en la fe y en la responsabilidad a sus hijos, uno de los cuales es sacerdote al servicio del pueblo de Dios. En la fidelidad supo acompañar a su esposa durante todos los años de su matrimonio. En la Iglesia siempre fue conocido como el gran apóstol de la Eucaristía. A pesar, incluso de sus limitaciones de salud, mientras pudo, no dudó en visitar parroquias para promover el apostolado eucarístico, en especial con la Cofradía del Santísimo.
Al recordarlo, quisiera destacar su testimonio de vida. Hoy es necesario que entre nuestros laicos, en especial los jóvenes, demos a conocer los ejemplos de vida que están cercanos a nosotros. El testimonio de Don Lucio es un modelo para todos nosotros. No hay que buscar la santidad de la vida en las grandes realizaciones, sino en la fidelidad de las cosas pequeñas, como nos enseña el evangelio: Quien es fiel en lo poco es fiel en lo mucho. Los grandes santos no hicieron grandes cosas, sino cumplieron la voluntad de Dios.
Por eso, al cumplirse un año de la partida de este hombre de Dios, ojalá que todos podamos ver en él, en su ejemplo y en legado de fe y entusiasmo apostólico que nos dejó, un ejemplo a seguir e imitar. De seguro él nos estaría diciendo como Pablo: si me imitan a mí, es porque están imitando al Cristo del que soy reflejo. Esa fue su vida terrena: un reflejo del Señor, que en la Eucaristía y en la Palabra se nos brinda como fortaleza para nuestras existencias.
Don Lucio, desde el cielo, nos sigue acompañando. Nosotros acá seguimos caminando al encuentro del Señor: pero lo bonito es saber que podemos llegar a la eternidad, porque él, siguiendo a Jesús, nos ha dado el ejemplo y nos estimula para lograrlo.
+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal.
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